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Emilio, el maldito

       Emilio creyó que lo que había en el asfalto era un simple charco producto de la tormenta. Vaya sorpresa se llevó cuando, al apretar el acelerador para salpicar a quienes se encontraban en la vereda, el coche se hundió en un enorme pozo tapado por el agua. Rompió los amortiguadores, los frenos y el guardabarros. Bajó del auto y se agarró la cabeza, insultando al aire. Los peatones, que se habían dado cuenta de su primera intención, se rieron a carcajadas.       Emilio era así. Una persona a la que le gustaba hacer ciertas maldades. Salpicar a la gente era una insignificancia al lado de otras cosas que había hecho. A veces caminaba en el límite de la ilegalidad.        Tenía cuarenta años, era petiso, gordo y pelado. Nunca se había casado.       Esa tarde, mientras esperaba la grúa, encendió un cigarrillo y se sentó en el cordón de la vereda. Durante un momento tuvo miedo de que alguien intentara increparlo...

Estás despedido

  La tarde que reci bí ese mail se me hace difícil de olvidar. Pasaron tres años, dos meses y siete días. Cuando lo leí no supe si dejarme llevar por la desesperación, o si hacer un esfuerzo para serenarme. Los hijos de puta de los directivos de la empresa me invitaban a una reunión informativa. ¿No hubiese sido más fácil llamarme por teléfono? ¿O decírmelo personalmente al día siguiente en la oficina? Claro que sí. Salvo que lo que quisieran informarme fuera algo demasiado serio. Como despedirme, por ejemplo. Javier: mañana venga directamente a la tarde. Más precisamente a las dos. Lo esperamos en la oficina de recursos humanos. Debemos mantener una charla con usted para informarle sobre ciertas cuestiones.   Llamé a mi madre para contarle la situación. “Tranquilo, todo va a estar bien. Y si te llegaran a echar, vas a conseguir algo mejor. No te desesperes”, me dijo, con su eterno positivismo. También me comuniqué con algunos amigos. “¿Cómo que te van a echar?” gritó Walt...

Muela de juicio

Había llegado el día, ¡el fatídico día! Me iban a sacar la muela de juicio. Esa estúpida muela que solo sirvió para complicarme: infección tras infección; antibiótico tras antibiótico. Años y años sufriendo puntadas infames. Mi anterior dentista había intentado salvármela: “La extracción es la última alternativa”, decía. Y yo le hacía caso, aun sabiendo que a las muelas de juicio es mejor sacárselas de encima cuanto antes. Hasta que un día decidí dejar de ir. El tipo era un inútil. O, peor aún, un sádico. Con el afán de no sacarme la muela, me torturaba con el torno de mierda y con otros elementos que prefiero no recordar. Pero hubo un día en que no aguanté más. Corrí al consultorio de González, el odontólogo de mi familia, y le pedí a gritos que me la extirpara. “Primero tomate esta caja de antibióticos y volvé en una semana”, me dijo. “Pero no aguanto ni un minuto más”, le grité. “No puedo sacártela con semejante infección”, me respondió. La semana pasó volando. Ese día me desp...

Cuchillo

Voy a intentar ser lo más rápido y conciso posible. Seguramente cuando lean estas líneas yo ya estaré muerto. Y no lo lamento en lo más mínimo; mi vida fue intensa y hasta tuve algunos momentos de felicidad. Hace unos días comencé a sentir fuertes dolores en el estómago, que luego se transformaron en una verdadera y cruel tortura. Algunos le echan la culpa a mi manera de tomar mate: “te hiciste un agujero en la panza con tanta yerba barata”, me reprochó mi hermano hoy a la mañana. Otros aseguran que es por mi adicción al chocolate.              Todos hablan por hablar. Yo conozco la causa y necesito decirla para poder morir en paz: el mes pasado me tragué un cuchillo en el asado que organizaron mis compañeros de trabajo. Poca carne y mucho alcohol: una combinación peligrosa. Cuando me quise acordar, tenía una borrachera tan grande que me costaba mantener el equilibrio. “A que no te tragas ese cuchillo”, gritó alguien p...