Cuchillo

Voy a intentar ser lo más rápido y conciso posible. Seguramente cuando lean estas líneas yo ya estaré muerto. Y no lo lamento en lo más mínimo; mi vida fue intensa y hasta tuve algunos momentos de felicidad.

Hace unos días comencé a sentir fuertes dolores en el estómago, que luego se transformaron en una verdadera y cruel tortura. Algunos le echan la culpa a mi manera de tomar mate: “te hiciste un agujero en la panza con tanta yerba barata”, me reprochó mi hermano hoy a la mañana. Otros aseguran que es por mi adicción al chocolate.

             Todos hablan por hablar.

Yo conozco la causa y necesito decirla para poder morir en paz: el mes pasado me tragué un cuchillo en el asado que organizaron mis compañeros de trabajo.

Poca carne y mucho alcohol: una combinación peligrosa. Cuando me quise acordar, tenía una borrachera tan grande que me costaba mantener el equilibrio. “A que no te tragas ese cuchillo”, gritó alguien por ahí. ¡Si hubiese tomado un poco menos! Mordí el filo y un chorro de sangre salpicó a quienes estaban a mí alrededor. Me sentí mareado, los oídos me zumbaron y un espantoso ácido estomacal me trepó por el esófago hasta llegar a la garganta. Me contuve para no vomitar. “Morder lo muerde cualquiera”, volvieron a gritar. Mastiqué el acero con las muelas, desgarrándome las encías. “Tragalo, cobarde”. Y no me detuve hasta cumplir.

A las pocas horas apareció el dolor. Si me aprieto la panza, lo puedo palpar. Un vecino me dijo que parezco una mujer embarazada intentando tocar las patadas de su hijo.

              Ayer vomité sangre. Estoy enfermo. Y no me hace falta ir al médico para saber el diagnóstico.

              Lo bueno fue haber apostado doscientos pesos antes de hacerlo. Con ese dinero, al menos, pude comprar algunos analgésicos. Lamento que no me haya alcanzado para una dosis de morfina.