Emilio, el maldito
Emilio creyó que lo que había en el asfalto era un simple charco producto de la tormenta. Vaya sorpresa se llevó cuando, al apretar el acelerador para salpicar a quienes se encontraban en la vereda, el coche se hundió en un enorme pozo tapado por el agua. Rompió los amortiguadores, los frenos y el guardabarros. Bajó del auto y se agarró la cabeza, insultando al aire. Los peatones, que se habían dado cuenta de su primera intención, se rieron a carcajadas.
Emilio
era así. Una persona a la que le gustaba hacer ciertas maldades. Salpicar a la
gente era una insignificancia al lado de otras cosas que había hecho. A veces
caminaba en el límite de la ilegalidad.
Tenía
cuarenta años, era petiso, gordo y pelado. Nunca se había casado.
Esa
tarde, mientras esperaba la grúa, encendió un cigarrillo y se sentó en el
cordón de la vereda. Durante un momento tuvo miedo de que alguien intentara
increparlo, cosa que finalmente no sucedió. Fumaba y pensaba. Se acordó de la
vez que envenenó al gato del vecino y se le dibujó una sonrisa. Antes de
terminar el cigarrillo, la grúa ya estaba allí, interrumpiendo sus recuerdos.
Los
muchachos de vialidad le preguntaron hasta dónde quería que lo remolcaran.
Emilio les dijo que iba hasta su casa, que al día siguiente llevaría el coche a
un mecánico. Y a la media hora estaba tomando una cerveza en el living. ¿Y cómo llevo el coche a un taller, sin
frenos ni amortiguación?, pensó.
La
primera cerveza la tomó casi de un sorbo. La segunda también. La tercera un
poco más lento y para la cuarta ya estaba borracho. No se emborrachaba muy
seguido, pero cuando lo hacía, lo hacía bien. Era un borracho de esos que se
ponen molestos y no paran de hablar. Sin embargo, no tenía con quién; vivía
sólo desde hacía una pila de años.
Emilio
pudo haber tenido una muy buena infancia, pero no fue así. Era hijo único y un
tanto egoísta; el típico estudiante que no dejaba que los compañeros se copiaran
de su hoja. Por actitudes como esa, en la escuela no se llevaba bien con nadie.
A
medida que fue creciendo, se fue cerrando hasta tal punto de no querer salir de
su casa. No lo necesitaba, según él. Allí, sobre todo en su habitación, tenía lo
que quería. Afuera no había nada que le diera felicidad. Ni amigos, ni
conocidos, ni plazas, ni bailes. Nada.
Con
las maldades comenzó, justamente, en esos tiempos. Lo único que hacía,
encerrado, era pensar en cómo molestar a tal o cual persona. Era amante de las
películas y de los libros de terror. Y, muchas veces, las atrocidades que veía
o leía las imitaba en la vida real. No llegó a asesinar a nadie por casualidad.
Su madre, que falleció cuando él tenía diecisiete años, decía que era un
psicópata en potencia.
Aquella
vez se hizo de noche y Emilio no quería irse a dormir. Su intención era seguir
bebiendo. Haber roto el auto lo había puesto de mal humor y en lo único que
encontraba alivio era en la cerveza. Pensó en ir a comprar algunas al almacén
de la otra cuadra, aunque recordó que estaba enojado con el hombre de la caja:
la semana anterior le había dado mal un vuelto y Emilio prometió vengarse. Pero
a los dos días de ese hecho, cuando bajó un poco los decibeles, se dio cuenta de
que la peor venganza era dejar de ir; que esos tipos perdieran a uno de sus
mejores clientes les iba a doler más que si les pinchara una goma del auto, por
ejemplo. Aun así, la sed era imparable. Se puso una campera y salió. La palabra
“venganza” se le volvió a impregnar en la mente.
Primero rompí el coche. Ahora tengo
sed y no hay cervezas. Para colmo, voy a tener que verle la cara al tipo que da
mal los vueltos. Que día tan terrible, pensaba, mientras iba
al almacén.
Antes
de entrar, una idea le iluminó el rostro.
Ingresó al negocio como cualquier otro día. Saludó a los pocos empleados que todavía estaban trabajando y se arrimó a las heladeras. Agarró cuatro cervezas y las puso en el carrito. Cuando llegó a la caja, atravesó con la mirada a la persona que siete días antes le había dado cinco pesos de menos.
- –Amigo querido, se te ve muy cansado– le dijo, en voz baja, mirando para los cuatro costados, asegurándose de que nadie más lo escuchara –¿Te gustaría tomar una cervecita en casa?
- –Pero como no, Emilio, encantado.
Pagó con cien pesos y el cajero le dio veinte. Hoy no se equivocó. Parece que hay que invitarlo a tomar para que te dé bien el vuelto, se dijo.
La
idea era concreta y simple: asesinar a ese pobre hombre de un mazazo en la
cabeza. Como dije anteriormente, Emilio varias veces había coqueteado con el
crimen, pero nunca lo había llevado a cabo. Sin embargo, esa noche, bastante
borracho, estaba decidido.
El
almacén cerraba a las diez. Tomó la primera de esas cuatro cervezas con los
ojos puestos en el reloj.
El timbre lo sorprendió cuando estaba en el baño. Emilio se apuró y fue a abrir la puerta, a paso firme, prendiéndose la bragueta por el camino.
- –Antes que nada, gracias por aceptar la invitación – dijo Emilio, ni bien abrió –y decime como te llamás, che. Vos siempre me saludas por mi nombre y me da vergüenza no saber el tuyo.
- –Me llamo Mauro. Y gracias a usted, Emilio. Fue muy amable en invitarme.
- –¿Le dijiste a alguien que venías?
- –No, ¿por qué?
- –Por nada, por nada. Vayamos a lo importante. Hoy tuve un día bravo y lo único que quiero es despejarme tomando algunas cervecitas.
Bebieron un rato largo y charlaron de todo un poco. Emilio le contó con lujo de detalle la manera en que rompió el auto, aunque omitió decirle que su intención era acelerar en el charco para mojar a quienes estaban en la vereda. Mauro lo escuchaba atento y, cada tanto, hacía algún comentario. El dueño de casa en ningún momento le preguntó a su invitado cómo estaba. No le preguntó nada, en realidad.
- –Voy al baño, vengo en un ratito – dijo Emilio, con la intención de ir a buscar la maza al garaje.
- –Vaya nomás.
- –Vos seguí tomando, hacé de cuenta que estás en tu casa.
Mientras
caminaba, ya no veía como algo tan grave que Mauro le hubiera dado cinco pesos
de menos. Quizá se equivocó, un error
puede cometerlo cualquiera, parece un buen tipo, reflexionó. Entró al
garaje, abrió el cajón de las herramientas, pero lo cerró sin sacar la maza. Se
había compungido por haber tenido una idea tan terrible. Fue al baño, para
disimular, y volvió al living.
Antes de sentarse, notó algo raro: Mauro estaba en otro sillón.
- –¿Por qué te cambiaste de lugar? – Preguntó sorprendido.
- –Por esto – contestó Mauro, sacando un revólver de su cintura.
Arrepintiéndose por no haberle arrancado la cabeza a mazazos, Emilio le pidió por favor que no lo matara. El cajero, sonriendo, le dijo que se quedara tranquilo, pero le pidió que se sentara en la silla y que pusiera sus manos detrás de la espalda. El dueño de casa hizo caso y Mauro le ató las muñecas con un cordón. Luego, lo desvalijó en poquísimos minutos.
- –¿Te acordás de lo que me preguntaste cuando llegué? Quedate tranquilo que nadie sabe que vine acá. No me convenía que supieran – dijo el invitado, antes de apretar el gatillo.
La bala entró por la frente, le perforó el cerebro y se estrelló en la pared, dejando un lamparón rojo debajo de una réplica enmarcada de Dalí. Era la primera vez que a Emilio su corazón le decía que alguien parecía buen tipo.