Muela de juicio

Había llegado el día, ¡el fatídico día! Me iban a sacar la muela de juicio. Esa estúpida muela que solo sirvió para complicarme: infección tras infección; antibiótico tras antibiótico. Años y años sufriendo puntadas infames.

Mi anterior dentista había intentado salvármela: “La extracción es la última alternativa”, decía. Y yo le hacía caso, aun sabiendo que a las muelas de juicio es mejor sacárselas de encima cuanto antes. Hasta que un día decidí dejar de ir. El tipo era un inútil. O, peor aún, un sádico. Con el afán de no sacarme la muela, me torturaba con el torno de mierda y con otros elementos que prefiero no recordar.

Pero hubo un día en que no aguanté más. Corrí al consultorio de González, el odontólogo de mi familia, y le pedí a gritos que me la extirpara. “Primero tomate esta caja de antibióticos y volvé en una semana”, me dijo. “Pero no aguanto ni un minuto más”, le grité. “No puedo sacártela con semejante infección”, me respondió.

La semana pasó volando. Ese día me desperté a las cinco de la mañana, agitado. El turno era a las nueve. Las manos me temblaban y el corazón me daba terribles golpes en el pecho. Me imaginaba sentado en el sillón, con la boca abierta, observando la pinza. Esa pinza que debía ingresar en mi boca, apretar la muela y quitármela de un tirón. Cada vez faltaba menos. Una lágrima recorrió mi mejilla. Y un poderoso insulto dirigido a González retumbó en el comedor.

Reconozco que en lo que continúa del relato, habrá muchísima ambigüedad, pero quienes sufren estos traumas sabrán entenderme. Los que odiamos a los dentistas, vivimos con esa terrible encrucijada: aguantar el horrible dolor de muelas a tal punto de olvidarnos de lo que es dormir, o agachar la cabeza, apretar los labios e ir al maldito consultorio. Muchas veces optamos por lo primero. Preferimos el dolor a tener que sentarnos en esos sillones del demonio.

Volvamos a aquel día.

“¿Valdrá la pena sacarme la muela?”, me pregunté, mientras me cepillaba los dientes. La respuesta era afirmativa, claro. Quizá me animaba a hacerme ese plateo porque el antibiótico había hecho efecto y hacía tres días que no sufría puntadas; sin embargo, yo sabía que eso era un alivio pasajero. Era probable que, como ya me había ocurrido varias veces, los dolores volvieran a aparecer después de un par de semanas, o de un mes a lo sumo. Definitivamente sí, valdría la pena sacármela, aunque mi eterno pánico me obligaba a replanteármelo.

Me cambié y salí. Caminé lento. Los temblores, ahora, eran en todo el cuerpo. “Al menos hoy no va a sonar el torno”, pensé, intentando darme ánimo. Sin embargo, la pinza era un poco más agresiva que el torno. Y yo lo sabía. También quise darme ánimo pensando en que la extracción duraría tan solo un rato, y que gracias a ese mínimo esfuerzo de mi parte, no sufriría más dolores al menos en esa muela. Pero nada me consolaba.

Me acomodé en la sala de espera. La secretaria, una rubia de ojos preciosos, me preguntó si me sentía bien. Le mentí. Un sudor helado me bañaba la frente y tenía una taquicardia terrible. Intenté leer una revista, pero las manos me temblaban tanto que no pude hacerlo. “Tranquilo, la especialidad de González son las extracciones”, me dijo la secretaria, seguramente buscando calmarme. La miré e intenté sonreír, aunque no creo haberlo logrado.

Cuando la puerta del consultorio se abrió, un escalofrío me caminó por los brazos y el cuello.

Me senté en el sillón, abrí la boca y sentí el pinchazo de la anestesia. Un pinchazo fuerte, pero yo sabía que no era nada en comparación a lo que se me venía. González agarró la pinza y me pidió que abriera la boca lo más grande posible. Le obedecí. Pensé en cerrar los ojos y me arrepiento de no haberlo hecho. La pinza era enorme.   

“Está muy agarrada”, se quejó el dentista, mientras tironeaba con furia. “Hágalo rápido”, intenté decirle. Los ruidos de la pinza chocando contra mis muelas me hicieron estremecer. Y el tironeo aún más.

Juro que no quise hacerlo. Simplemente me salió. Me hubiese encantado no quitarle la pinza ni estampársela en la nuca. Creo que su cráneo se terminó de partir con el quinto golpe. Repito: simplemente me salió. Y la muela de juicio sigue dándome puntadas.