Estás despedido

 

La tarde que recibí ese mail se me hace difícil de olvidar. Pasaron tres años, dos meses y siete días. Cuando lo leí no supe si dejarme llevar por la desesperación, o si hacer un esfuerzo para serenarme. Los hijos de puta de los directivos de la empresa me invitaban a una reunión informativa. ¿No hubiese sido más fácil llamarme por teléfono? ¿O decírmelo personalmente al día siguiente en la oficina? Claro que sí. Salvo que lo que quisieran informarme fuera algo demasiado serio. Como despedirme, por ejemplo.

Javier: mañana venga directamente a la tarde. Más precisamente a las dos. Lo esperamos en la oficina de recursos humanos. Debemos mantener una charla con usted para informarle sobre ciertas cuestiones. 

Llamé a mi madre para contarle la situación. “Tranquilo, todo va a estar bien. Y si te llegaran a echar, vas a conseguir algo mejor. No te desesperes”, me dijo, con su eterno positivismo. También me comuniqué con algunos amigos. “¿Cómo que te van a echar?” gritó Walter, dejándome sordo del oído derecho. Cada vez me convencía más de que esa reunión se debía a mi inminente despido. Hacía unos meses había perdido el trabajo mi vecino de al lado. Y la semana anterior, mi cuñado. Medio mundo estaba desocupado. Eran tiempos duros.

Se me venía un día complicadísimo, con una ansiedad mortal. Debía pensar en una estrategia para que no me despidieran. Yo sabía que era un despido completamente injustificado; siempre había cumplido con cada una de mis tareas. Volví a llamar a Walter: “te juro que no sé qué decirles. No quiero pedirles por favor que me mantengan en la planta, eso sería de arrastrado. Pero necesito trabajar y vos lo sabés mejor que nadie”. Mi amigo, fiel a su estilo, me dio una respuesta contundente: “matalos a todos”. 

Una de las cosas que más me molestaba, era que la reunión iba a ser en la oficina del payaso de recursos humanos. Nunca me cayó bien. Entró a la empresa poco tiempo después que yo. Un hijo de puta con todas las letras. Nos sonreía, nos daba palmadas en la espalda, nos hacía chistes. Pero cuando las papas quemaban, se ponía debajo de la falda de los jefes.

              Esa noche no dormí. Mandé mensajes de texto a la mayoría de mis contactos. Necesitaba que me dieran ideas. Estaba completamente bloqueado y quizá me abría la mente la persona menos pensada. Sin embargo, nadie lograba hacerlo. Todos me decían lo mucho que lo sentían y me enviaban fuerzas. Yo buscaba otro tipo de respuestas. Lamenté que en mi entorno no hubiera más gente como mi amigo Walter.

Me levanté a las cuatro de la mañana y preparé unos mates. Prendí la tele. Hice zapping. Se me cruzó la idea de volver a la cama, pero tenía los ojos demasiado abiertos como para descansar. Dos pavas. Tres. Cuatro. No sé cuántas veces prendí el mechero. Varias. Demasiadas. La panza me explotaba de mates y de nervios. No me pueden echar, siempre di lo mejor de mí. Es la peor injusticia que me tocó vivir.

             Reventé la pava contra la pared.

El reloj parecía no avanzar. Yo era una bola de nervios. Y de ira. Fui del living a la pieza y de la pieza al living no menos de cincuenta veces. No almorcé. Al fin se acerca la hora. Agarré la mochila y salí a la calle.

             Caminé a la velocidad de mis pensamientos. Entré al kiosco y compré cigarrillos, pero a la media cuadra los tiré: no valía la pena volver a fumar. Un par de ideas me daban vueltas por la mente; planes raros, excéntricos. La cara del de recursos humanos se me dibujaba en la cabeza. Fui a la droguería que quedaba a seis cuadras de mi casa y continué rumbo a la empresa. 

Entré y noté como mis compañeros bajaron la mirada. Fueron pocos los que me saludaron. Tres o cuatro nomás. Cada vez estaba más claro lo que sucedía. La maldita reunión era para informarme lo peor. Me iban a echar. No había vuelta atrás. Le mandé un mensaje a Walter. “A todos, amigo. Matalos a todos”, me contestó.

Ingresé en la oficina del de recursos humanos. Eran las dos menos cinco. Nos sentamos y me miró fijo. “¿Cómo estás? ¿Recibiste el mail?”. Mi respuesta fue concisa: “sí, lo recibí bien”. El tipo levantó el teléfono y le pidió un café a su secretaria. Acto seguido, me habló de todo un poco. Hasta de fútbol terminó hablándome. “Que bien juega el diez de Almirante Brown”, me decía. Yo lo miraba sin entender. ¿Cuándo me va a decir que ya no pertenezco a la empresa? Debe ser una estrategia de este hijo de puta para que la noticia me duela menos, pensé.

“Esperame que voy al baño”, le dije, en el momento en que la secretaria entraba con el café. Me levanté y fui caminando lento. Una vez en el baño, apoyé mi mochila en uno de los inodoros. La abrí. Saqué la botellita que había comprado en la droguería. Mojé el pañuelo.

Volví y me senté en la misma silla. “¿Más aliviado?”, me preguntó. Le contesté haciendo un pequeño gesto afirmativo con la cabeza. La oficina se inundó de un fuerte olor a cloroformo, pero parecía que yo era el único en notarlo. Esperé a que se distrajera un instante y me abalancé sobre él. Le cubrí la nariz y la boca con el pañuelo. Cuando me quise acordar, lo tenía dormido entre mis brazos. ¿Y ahora como lo saco de acá sin que el resto de los empleados me vea? 

Me quedé allí un rato largo. Los nervios me trepaban por los brazos hasta llegar al cuello. Caminé de una punta a la otra en ese horrible dos por dos. El teléfono no paraba de sonar y hasta en un momento golpearon la puerta: “jefe necesito hablar con usted” dijo uno de mis compañeros, que lo reconocí por la voz. “El jefe está en el baño, cuando salga le digo que te llame” contesté, con la mayor espontaneidad que pude. ¿Desde cuándo le dicen jefe a este idiota? Como cambian las cosas de un día para el otro.

Revolví sus cajones sin buscar nada en especial. Tampoco quería robar. Ni sé por qué lo hice. Sería la preocupación. O la ira. O una mezcla de todo. En realidad, no tenía nada en claro. La idea de desmayarlo me había aparecido apenas salí de casa, pero mi plan llegaba hasta ahí. ¿Qué debía hacer ahora?

Sentí que el bolsillo derecho me vibraba. Me estaban llamando. Era Walter, mi amigo. Lo atendí. Me preguntó cómo estaba y le dije que había dejado inconsciente al de recursos humanos y que ahora estaba tendido en el suelo. “No me digas que estás en la oficina del tipo” me dijo. Le respondí que sí. “No lo puedo creer. Parece que te tomaste en serio mi sugerencia. Sabés que muchas veces exagero con…”. Corté antes de que terminara. Volví a revisar los cajones, aunque esta vez sí buscaba algo. Algún papel que aclarara mi situación. Tengo que calmarme. Me mandaron un mail informándome sobre una reunión. Es obvio que me van a despedir. Estaba tan confundido que me senté y me puse a pensar. “A todos, amigo. Matalos a todos”, me volvió a revolotear por la mente.

Tres años, dos meses y siete días pasaron ya. Quizá si no hubiese agarrado aquella lapicera con punta de metal del escritorio, todo sería diferente. O si la vena del cuello le hubiera sobresalido menos. O si en vez de hablarme de fútbol, me hubiese dicho que el mail se debía a un simple llamado de atención por mis reiteradas llegadas tarde.

              Al menos Walter me visita y me trae cigarrillos. “No tendrías que haberlo matado”, me dice siempre.